Hace un par de años se decía en México que la única consecuencia positiva de la crisis económica y de la hiperinflación de aquella época era que ésta había permitido que la gente adquiriera –no por elección- una educación económica. Hasta un vendedor ambulante entendía la necesidad de pensar en el costo de reposición de su inventario o, cuando había una devaluación inesperada de la moneda, la gente más acomodada corría a comprar activos como relojes o electrodomésticos, como mecanismo de cobertura. Esto que es tan familiar para cualquier latinoamericano no lo es, por ejemplo, para los estadounidenses quienes no piensan en términos de tasas de interés reales, ni se interesan por el tipo de cambio entre su moneda y otras, aun cuando estas variables impacten su vida cotidiana.
La educación económica es importante por muchas razones. Una no menor es para poder entender el alcance y posible impacto de la política económica de un gobierno, el efecto de éstas en uno. Daniel Cosío Villegas, quien fuera en los años treinta director de la Escuela Nacional de Economía en México, fundó con ese propósito el Fondo de Cultura Económica, una entidad que tenía el propósito de publicar en castellano los principales títulos que en esa materia se producían en el resto del mundo. Otro mérito de Don Daniel fue el impulsar que México abriera sus puertas a los refugiados de la Guerra Civil Española, quienes tuvieron un decisivo impacto en la vida cultural de México y, entre muchas otras cosas, sembraron la semilla de lo que después sería El Colegio de México.
En esta coyuntura histórica que vive el mundo, sería útil que la cultura económica de los pueblos lograra acotar el alcance que pretende tener el estado. En mi opinión, la principal amenaza a la salud de largo plazo de la economía mundial proviene del potencial abuso de éste.
Es difícil analizar lo que está ocurriendo sin previamente desnudar nuestro credo económico. Sin embargo, pretendo hacerlo más a partir del sentido común que del ciego seguimiento dogmático de alguna de las muchas escuelas de pensamiento que están ahora en la boca de doctos e iletrados.
El mismo raciocinio que me invita a creer en la lógica de la evolución darwiniana me lleva a encontrar sentido en las teorías económicas de la escuela austriaca, en la cual economistas como Schumpeter hablan de la importancia de la “destrucción creativa”. Ese útil proceso lleva a que aquellas empresas que no hacen sentido por ser obsoletas o ineficientes, quiebren, y al hacerlo permitan que los recursos fluyan hacia otras empresas que sí son viables.
Imagine si, por ejemplo, algún poderoso sindicato o un gobierno populista no permitiera la quiebra de las empresas que se dedicaban a hacer máquinas de escribir cuando surgieron las computadoras personales. Ese proceso garantizaría el desperdicio de dinero e impediría que la fuerza laboral involucrada en el proceso productivo se adaptara y “evolucionara” hacia donde pudiera agregar valor y, consecuentemente, ganar mejor.
Esa es la sabiduría de los mercados a la que alude Adam Smith en su libro “Una investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones”, donde surge el poderoso concepto de “la mano invisible”. Decía Smith que un carnicero, un cervecero y un panadero se proveen de productos unos a otros por conveniencia propia, pero al especializarse son más productivos, y al serlo benefician a la comunidad. Esto ocurre sin necesidad de intervención o dirección del estado. Igualmente, cuando por razones de mercado un bien escasea, eso provocará un mayor precio, y la mayor rentabilidad potencial hará que otros inviertan su capital para producirlo y ganar más dinero; eso lleva a que la producción aumente, haciendo que el precio regrese a niveles normales. Una vez más, todo eso ocurre porque los precios simplemente enviaron señales importantes, y porque el capital pudo moverse hacia donde la rentabilidad era más atractiva.
Ese es, justamente, el mérito y la importancia de Wall Street: es el mejor mecanismo para la asignación eficiente de recursos que ha habido en la historia de la humanidad. Olvidémonos por un momento de la avaricia excesiva y el odio que recientemente se ha generado en contra de los banqueros. La única forma de hacer que el capital fluya en forma eficiente y vaya a parar a donde pueda generar más beneficio colectivo es con mercados públicos eficientes.
Una de las mayores ventajas que tiene la economía estadounidense relativa al resto del mundo es la profundidad y alcance de sus mercados públicos de valores. Éstos permiten la culminación de un proceso que comienza en algún laboratorio, dormitorio o sótano en el que alguien tiene una idea y decide emprenderla, lográndolo porque existen infinidad de fondos de capital de riesgo dispuestos a financiar su desarrollo, sabiendo que eventualmente podrán venderle al público la idea ya germinada, al hacer una oferta pública en alguna bolsa de valores. Todos lo hacen para ganar dinero, pero su éxito generará incontables beneficios al proveer a la sociedad con un bien o servicio deseable, al generar empleos, y generar riqueza que será reinvertida.
¿Puede el gobierno hacer ese proceso con similar eficiencia? No, no puede porque su motivación es usualmente cuestionable. Cuando es el estado, y no los mercados, quien decide cuándo y a dónde asignar recursos lo está haciendo con criterios a todas luces subjetivos. Quizá, lo hará tratando de maximizar el empleo, y no las utilidades; tal vez, invertirá con un horizonte en función de los tiempos políticos, y no de los plazos que los proyectos exigen; lo hará, también, para recompensar las lealtades y el apoyo de su “clientela” política.
Los grandes bancos comerciales no se han nacionalizado, a pesar de estar quebrados, porque los principales accionistas de éstos han gastado (¿invertido?) cientos de millones de dólares haciendo cabildeo. Han tocado a las puertas de las más poderosas firmas de “lobbysts”, tradicionalmente ubicadas en K Street en Washington para evitar que su inversión se vaya a cero.
El centro de gravedad en la toma de decisiones financieras migró, entonces, de Wall Street a K Street y eso es peligroso. Lo es más cuando la gente se empieza a creer la historia de los “malos y perversos” banqueros, olvidándose de que muchas de las empresas que nos proveen de servicios que cotidianamente disfrutamos son el producto de ese eficiente proceso en el cual quien tiene una idea –Google, Apple, Starbucks, Federal Express- es capaz de financiarla y, posteriormente, compartir su éxito con el público quien –además de gozar del servicio o producto- puede incluso enriquecerse al comprar una acción de la empresa en el mercado.
Los políticos alimentan esa aversión a los mercados y a los banqueros y, al hacerlo, se convierten en los impostores que lucran con el espejismo de que tienen la capacidad de salvar la situación, resolver el problema, emplear al desempleado, rescatar a quien no puede pagar lo que debe y, al intentarlo, provocarán que la economía de Estados Unidos se “europeice” un poco más. Como he dicho antes, si el gasto fiscal garantizara crecimiento económico, Venezuela sería Alemania.
El colosal presupuesto propuesto por la administración de Obama equivale a 27.7% del PIB, el más alto desde 1945; un gasto así generará un déficit de 12.7% del producto interno bruto este año. De ser aprobado, apuntalará el proceso en el cual el gobierno peligrosamente desplazará a la iniciativa privada en la economía que ha sido la más poderosa del mundo como resultado de su excepcional capacidad empresarial. Un presupuesto de tal magnitud presume que el gobierno tiene la capacidad de entender mejor que el mercado a dónde deben ir los recursos.
El margen de error, desafortunadamente, es mínimo. Se dice en forma poco realista que al final del primer término presidencial, en 2012, el gobierno de Obama habrá reducido el déficit a 3.5% del PIB. Una reducción del déficit de esta magnitud, aun cuando se asume que el gasto se mantendrá por arriba de 22% del PIB por la próxima década, implica un colosal crecimiento en la recaudación fiscal que, en mi opinión, regresaría a este país a donde estaba en la época de Carter. La expectativa de fábula plasmada en el presupuesto asume que el país comienza nuevamente a crecer el año que viene como resultado del milagroso plan de estímulo fiscal; en mi opinión, una fantasía delirante.
Si el déficit es mucho mayor que lo que se presupuesta, financiarlo puede ser delicado y el fracaso puede traducirse en que el costo de financiamiento del gobierno vaya en ascenso. Esto es como si usted decide pedir prestado dinero en el banco para emprender un negocio. Si el negocio no funciona, usted tendrá que recurrir cada vez a deuda más cara para sostener su gasto, pues irá debiendo más, y gradualmente habrá mayor riesgo implícito en prestarle; quizá empiece con el crédito bancario y acabe financiándose con la tarjeta de crédito.
A diferencia de lo que le pasaría a usted, el problema de que el costo de financiamiento del gobierno aumente es que esa es la base a partir de la cual se mide el costo para el resto. Esto llevaría a que las empresas, además de tener que lidiar con una economía estancada, tendían que padecer de un mercado donde el financiamiento es escaso –porque el gobierno lo acapara- y cada vez más caro.
El gobierno de Obama está aprovechando la imperiosa necesidad de estimular la economía a corto plazo, debido al desplome del consumo e inversión privado, para introducir un Caballo de Troya que podría hacer que Estados Unidos acabe pareciéndose a Francia, un país con grandes beneficios sociales, pero con un futuro incierto pues ha sido incapacidad de crecer en los últimos diez años.
Si la gente tan sólo entendiera las implicaciones económicas de largo plazo de lo que este gobierno propone, verían este plan con mucho mayor cautela y escepticismo. Exigirían que el congreso discuta este presupuesto con la seriedad implícita en el potencial cambio de paradigma que representa, en un momento clave de la historia.
Jorge Suárez Vélez
Febrero 28, 2009
Nota: Jorge Suárez es columnista en la cadena CNN y gentilmente aceptó colaborar con RoccaCharts para la publicación de sus escritos.