sábado, 21 de febrero de 2009

Jorge Suarez: La Hoguera de las Vanidades

Estimados Amigos:

Tengo el honor de acercarles los pensamientos de Jorge Suárez-Vélez, importante analista de mercados que periódicamente presenta su visión en el programa Economía y Finanzas en CNN en Español, que gentilmente accedió a colaborar con RoccaCharts.

A continuación el primer escrito: "La Hoguera de las Vanidades:

El excelente libro de Tom Wolfe que lleva este título (del cual se hizo una deplorable película)
narra la historia de un accidente automovilístico en el cual un rico y adúltero magnate de Wall Street arrolla a un joven negro al pasar por un barrio en el cual no debió haber estado. Como resultado, todo mundo busca sacar provecho de la tragedia; lo de menos es tratar de que se haga justicia, lo relevante es ver qué puede ganar cada persona que se involucra. El fiscal, el abogado defensor, un líder político de los afroamericanos, los investigadores policíacos; todos tratan de maximizar su beneficio sin detenerse a pensar jamás en la posibilidad de que al hacerlo estén afectando a alguien más, o imposibilitando que eventualmente se alcance un desenlace justo.

Parece exactamente la situación que hoy vivimos. Desde la analogía de Wall Street arrollando a inocentes víctimas, hasta el involucramiento de participantes casi accidentales quienes buscan incrementar sus cuotas de poder o influencia, sin parar a reflexionar sobre la gravedad de la situación y la necesidad de implementar soluciones inteligentes y bien coordinadas.

Los legisladores estadounidenses se han mostrado mucho más preocupados por abrazar los dogmas propios del perfil de sus partidos, mientras que los banqueros parecen más consternados con hacerse del último bono millonario –aunque éste se pague con dinero del erario público- antes de que se les venga encima la nueva regulación o, peor aún, de perder sus empleos. Los reguladores buscan a quién colgar en la plaza pública para evitar que el reflector apunte a ellos. Los influyentes expertos de los medios de información se dedican a recitar las posiciones dogmáticas que sus auditorios quieren oír, evitando la incómoda y laboriosa posibilidad alternativa: educar a la gente y abrirle los ojos ante la gravedad de la situación que vivimos. Lou Dobbs, el racista y obtuso comentarista de CNN apoya las posiciones proteccionistas que los demócratas tomaron en el congreso, mientras que el dogmático y analfabeta Rush Limbaugh dice públicamente que desea que Obama fracase, pues si triunfa quedaría peligrosamente probado que la ideología “de izquierda” de éste puede funcionar. De lo que se trata, entonces, no es del bien del país, sino de que uno acierte, de que mi dogma sea el correcto.

Los presidentes de Francia e Inglaterra asumen posiciones nacionalistas con respecto a la creación de empleos, mientras que el sistema bancario suizo da alicientes para que los bancos locales mantengan el crédito en casa. El proteccionismo y el nacionalismo están en ascenso y, en el entorno actual, pueden ser tan benéficos como lo sería utilizar un extinguidor lleno de oxígeno para apagar un voraz incendio.

Jorge Ruiz de Santayana decía que quien no conoce la historia está condenado a repetirla. Me pregunto cuántos políticos contemporáneos se han tomado la molestia de leer lo que ocurrió en el verano de 1930 cuando los “brillantes” senadores estadounidenses decidieron que la mejor forma de salir adelante después del colapso del mercado bursátil estadounidense de 1929 era forzando a que la gente comprara productos hechos en Estados Unidos. La iniciativa impulsada por los senadores Reed Smoot y Willis Hawley –la infame ley “Smoot-Hawley”- impuso aranceles a miles de productos que Estados Unidos importaba. Al hacerlo, invitaron a que los países afectados tomaran represalias imponiendo aranceles a las exportaciones provenientes de ese país. El comercio mundial se contrajo 70% en los siguientes años, y lo que empezó siendo un problema originado y localizado en Estados Unidos se acabó convirtiendo en la peor crisis económica mundial del Siglo XX: la “Depresión”.

El ataque contra la globalización y el libre comercio será violento. Los enemigos de éstos procesos que tanto han beneficiado al mundo están seguros de haber encontrado la solución al proscribirlos, mientras que quienes defienden la importancia de que los mercados permanezcan abiertos y de encontrar soluciones concertadas y globales no se ponen de acuerdo sobre qué camino tomar. ¿Se debe o no nacionalizar a los bancos afectados? ¿Servirá de algo el inyectar cientos de miles de millones de dólares a las economías? ¿Debe fomentarse que los bancos empiecen nuevamente a dar crédito, a pesar de que el exceso de éste parece haber sido parte importante del origen del problema?

Los ignorantes están seguros, los sabios confundidos; la gente sensata entiende que estamos en un terreno virgen donde no hay soluciones probadas, sólo caminos probables. Como dijo Bertrand Russell, en una inteligente frase que me mandó un lector: "gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas". Nunca ha parecido esta aseveración más cierta que ahora.

Corriendo el riesgo de decirle lo obvio –espero que para usted lo sea- el comercio internacional genera crecimiento económico. La única forma de generar productividad es con la especialización que solo es posible cuando se alcanzan economías de escala. Déjeme darle un ejemplo. Imagine que un país decide que sólo consumirá lo que produce y, por ello, deciden desarrollar una fábrica de relojes, para evitar importarlos de Suiza. Lo más probable es que el costo de producir el reducido número de relojes sería estratosférico y que la calidad de éstos sería cuestionable. Después de todo, los suizos llevan algunos siglos haciéndolos y, por su calidad y diseño, los venden a todo el mundo. Pero vayamos más allá, si los carísimos relojes que el país proteccionista fabricó llegan a su mercado local es muy probable que su alto precio los pondrá lejos del alcance de la mayoría de la población.

En la lógica de los proteccionistas, no hay que permitir inmigración, sólo hay que comprar lo hecho localmente, todo mundo debe ganar mucho para vivir bien, los bancos deben dar crédito a todos a tasas de interés razonables y, si eso ocurriera, pagaríamos quinientos dólares por un corte de pelo y veinte dólares por una naranja. Los países ricos necesitarían cercas altísimas pues los niveles de pobreza en los países pobres aislados -y dejados a merced de sus propios recursos- serían escalofriantes.

Creo que la importancia del libre comercio es evidente. Lo es menos, sin embargo, la otra parte de la discusión que está sobre la mesa. ¿Qué es más efectivo para reactivar la economía, bajar impuestos o incrementar el gasto público? Analicemos las implicaciones.

La lógica de los legisladores republicanos, quienes han rechazado el plan de estímulo de Obama en forma monolítica, es que el incremento en el gasto público se presta a despilfarro y a incrementar la participación del estado en la economía, que es preferible reducir los impuestos tanto individuales como corporativos para que cada quien decida en qué lo quiere gastar o invertir. Las empresas son eficientes y racionales y el gobierno es corrupto y populista.

Mientras tanto, sus contrapartes demócratas tratan de convencer de que aquí de lo que se trata es de gastar; con o sin eficiencia o sentido de largo plazo, el chiste es que el dinero fluya. El gobierno sale al rescate de la codiciosa y avorazada iniciativa privada. Evitará los excesos de los banqueros multimillonarios y de los ejecutivos empresariales que viajan en aviones privados y viven en mansiones. Como Robin Hood, se trata de quitarle al rico para darle al pobre. A la igualdad se llega por el camino del decreto.

¿Qué hacer ante tan distintas posiciones? Quizá ser pragmáticos y objetivos. Démonos cuenta, para empezar, de que esta no es una depresión que se gestó en un par de meses o en un par de años. Como siempre, fue el resultado de décadas de excesos, de la larga sumatoria de pequeños errores que se van acumulando y provocando un problema colosal. En mi opinión, sin embargo, el principal culpable es la naturaleza humana. Ésa que lleva a que la gente se embriague después de periodos demasiado prolongados de estabilidad y bonanza, la que lleva a que se nos olvide la historia y se crea de todo corazón que se ha llegado –como por arte de magia- a un momento de desarrollo y abundancia sin tener que pagar el precio del trabajo y del ahorro.

Si ese es el caso, es bastante poco importante encontrar y crucificar a los culpables de la situación y bastante más el entender cómo estabilizarla.

Como siempre, todas las opiniones tienen un pedazo de ciertas. La posición republicana dice que el gobierno es ineficiente y despilfarrador, que asignará recursos por razones políticas -buscando premiar a su clientela- por lo cual es preferible que sea el sector privado quien asigne recursos en base a criterios puramente económicos. Estoy de acuerdo.

Sin embargo, lo que esta posición no considera es la situación en la que estamos. En un momento normal, las empresas reasignarían los recursos que se ahorraran de impuestos, y lo harían en forma más eficiente. Hoy, empero, si las empresas tienen más recursos, no los van a invertir. Como he dicho en escritos anteriores, uno de los grandes problemas que se enfrentan en este momento es que una enorme parte de la capacidad que se instaló en las últimas décadas, para hacerle frente al “irreversible” crecimiento de la demanda, está ahora parada. Las empresas saben que este es un momento delicado y que la crisis va a ser larga. Si tienen recursos extraordinarios al ahorrarse impuestos, los van a guardar, van a tratar de mejorar sus balances financieros deseando que eso les permita sobrevivir, o que haga posible que consigan crédito cuando la situación mejore.

Entre los individuos y las familias pasará lo mismo. Lo que se ahorren de impuestos o reciban de ayuda extraordinaria irá a parar principalmente a sus ahorros. El valor del patrimonio de los estadounidenses bajó 13 billones (millones de millones) de dólares el año pasado. Recuerde, son anglosajones protestantes, no latinos; si ven que su ahorro está mermado, van a tratar de rehacerlo. Es un mito que los estadounidenses lleven el consumismo en su ADN; sí, pueden gastar como adolescente con la tarjeta de crédito de platino del papá en centro comercial en barata, pero igualmente han podido amarrarse el cinturón por décadas. En la época post desplome del 29, por ejemplo, la propensión marginal a ahorrar creció fuertemente.

La posición demócrata es correcta al pensar que es urgente gastar. Si el consumo privado se desmorona y la inversión privada se frena en seco, sólo el gasto público puede compensarlos para evitar que el Producto Interno Bruto se desplome.

Sin embargo, ese gasto no es gratuito. Cada dólar de gasto público no se crea por generación espontánea, proviene de impuestos o de deuda. Los dólares que se gasten hoy se tendrán que recaudar o pedir prestados mañana. Si el estimulo es exagerado e ineficiente, su secuela negativa durará mucho más que su efecto positivo. Si se gastan cien dólares pagándole por un día de trabajo a un señor para que cave un hoyo y otros cien al día siguiente para que otro lo vuelva a tapar, el efecto de ese dinero es de una sola vez.

Esos doscientos dólares, sin embargo, se le tendrán que quitar a alguien más en forma de impuesto; serán doscientos dólares menos para gastar o invertir, quizá por parte de una empresa capaz de generar riqueza. Alternativamente, el gobierno los puede pedir prestados y tendrá que pagar intereses por éstos durante todo el tiempo que le tome pagar el capital que debe. Si el monto de la deuda es excesivo, será imposible financiarla sin que las tasas de interés tengan que aumentar, sin que el dólar se tenga que devaluar, o ambos eventos ocurran juntos. Si las tasas de interés aumentan, el gobierno desplazará a las empresas privadas en los mercados de crédito y encarecerá su acceso a préstamos. ¿Todo eso para excavar y tapar un hoyo? Mejor lo usamos para algo mejor y más duradero.

Los Republicanos tienen razón cuando dicen que demasiado de los más de 800 mil millones de dólares de estímulos está yendo a parar a gasto superfluo y a los “regalitos” que los legisladores piden para sus respectivos distritos o estados, a cambio de su apoyo. Si el gasto va a infraestructura –puertos, aeropuertos, vías de comunicación, redes inalámbricas para las ciudades, entrenamiento a trabajadores, mejores escuelas, universidades, etcétera- esa inversión dará frutos y permitirá que la economía alcance mayores niveles de competitividad y productividad. A la larga, permitirá que los ingresos promedio de los trabajadores aumenten porque serán capaces de generar más riqueza con menor inversión.

¿Por qué no hacerlo así? Porque se teme que eso tomará demasiado tiempo. No se puede hacer un aeropuerto de la noche a la mañana, la planeación del mismo, la licitación y el proyecto toman tiempo y se necesita gastar hoy. Por eso, quizá la única alternativa es hacer un poco de gasto paliativo, mientras el gasto en infraestructura despega. Pero, desafortunadamente, el paquete de apoyo en manos de legisladores tiene mucho más de gasto superfluo de lo que, en mi opinión, debería.

Adicionalmente, aprendiendo nuevamente de la historia, hay abundante información que nos permite ver que los gigantescos estímulos fiscales que Japón intentó en los noventa no funcionaron debido a que los hicieron sin componer un elemento fundamental: los bancos. En algún momento, se requerirá de que la banca vuelva a funcionar y lleve recursos a donde haga sentido. No dedicarse, de entrada, a arreglarlo equivaldría a tratar de apagar el dichoso incendio con una serie de mangueras llenas de hoyos, podemos aumentar la presión del agua, pero poca acabará llegando a donde queremos.

Igualmente, es urgente evitar caer presa del populismo, el proteccionismo y la cerrazón ignorante y perversa. Obama tiene que oponerse terminantemente a incluir la cláusula de “buy American” (compre lo americano) que los Demócratas pusieron dentro de la legislación para forzar a que la infraestructura que se haga se construya exclusivamente con acero y materiales estadounidenses. Esta absurda y peligrosa legislación protegería cientos de empleos y pondría en riesgo a decenas de miles que se verían afectados por el proteccionismo con el que amenaza reaccionar el resto del mundo. El hecho de que el flamante presidente no lo haya hecho me decepciona y preocupa. Por primera vez en décadas el comercio mundial se ha contraído, si ese proceso continúa, estaremos nuevamente en los treinta. Hoy, como entonces –cuando más de mil economistas firmaron cartas oponiéndose a la Ley Smoot-Hawley- muchos se oponen a estas medidas, pero las voces de los necios tiene más eco.

Este no es momento para dogmatismo y para sucumbir a demagogos miopes e irresponsables. Estamos frente a la crisis más peligrosa de nuestra generación y de que evitemos repetir la historia depende nuestro éxito. Marx decía que la historia siempre se repite, primero como tragedia después como farsa. Evitemos caer en las garras de los farsantes.

Jorge Suárez-Vélez
Febrero 7, 2009

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